Mira, voy a ser honesta: ¡qué difícil es quedarse calladita! Especialmente cuando ves que alguien a quien quieres toma una decisión que tú jamás habrías tomado. ¿Es que no ve que va directo al desastre? Ahí estoy yo, con toda mi buena intención y mi capacidad infinita para meterme donde no me llaman, lista para “iluminar” su camino. Porque, claro, desde mi punto de vista, tengo la sabiduría universal… O eso quiero creer.
La primera vez que me di cuenta de que no podía ir por ahí “arreglando” la vida de los demás como quien redecora una sala sin permiso, me dolió. Sí, dolió en el orgullo. Y es que ese bichito del “yo sé mejor” es muy real. Te puedo asegurar que hasta mi hija de cinco años me enseña esto a diario. Cuando decide que su manera de construir una torre de bloques es “la única forma correcta” y yo, naturalmente, me muero por decirle que si lo hace a mi modo le quedará más alta… ¿pero de qué sirve? Lo curioso es que cuanto más le dejo hacer las cosas a su manera, más aprende por sí misma y, de paso, yo aprendo a quedarme un poquito en la sombra.
Porque, al final, ¿de qué se trata esto de respetar las decisiones de los demás? ¡De ahorrarnos sermones, señores y señoras! Y, sobre todo, de evitar dar clases magistrales de “cómo ser” sin que nadie las haya solicitado.
“Deja que se estrelle”: cómo soltar ese impulso controlador
Aquí viene la parte jugosa. Eso de “soltar” está muy de moda, ¿verdad? Soltar el control, soltar las expectativas, soltar lo que los otros piensen… Pero la teoría es muy bonita hasta que tu mejor amiga decide dejar su trabajo estable y lanzarse a un emprendimiento loco de venta de lámparas para iguanas. Tú, que apenas puedes con el estrés de tu propia vida, te sientes en el deber moral de advertirle, de hacerle ver la locura de su idea. ¡Y a veces te imaginas hasta un resultado catastrófico! Pero, ¿sabes qué? No es tu papel jugar a adivina. El único destino que puedes prever y moldear es el tuyo. La vida ya se encargará de darle lecciones (o de darme a mí una cachetada de humildad cuando ella triunfe con su idea).
Dejar que los demás decidan por sí mismos es como decirle a tu mente que se relaje y tome un mojito. Es un recordatorio constante de que nadie tiene por qué vivir de acuerdo a nuestro manual. Pero claro, este consejo, más que para ellos, es un regalo para nosotras mismas. ¿Por qué? Porque cuando dejamos de controlar la vida de otros, nuestras vidas mágicamente se hacen un poquito más ligeras. Es como si dejaran de pesarnos todas esas preocupaciones ajenas.
Cómo decir “ok, te apoyo” sin que se me escape el consejo
Aquí viene el verdadero reto: cómo hacer de “animadora” sin que te salga esa vocecita que le encanta sermonear. Si quieres saber cómo lo hago yo, aquí va: simplemente dejo que hablen. Sí, sí, eso. Me siento, escucho y dejo que la otra persona me cuente todo su plan, por más que me rechinen los dientes. Y cuando me piden opinión, suelo usar la magia del “eso suena interesante, ¿cómo piensas hacerlo?”. ¡Toma diplomacia!
Si quieres ser ese tipo de persona zen, la que no impone su punto de vista en cada conversación, tienes que hacer un pequeño cambio de chip. A ver, ¿cuántas veces he dicho “bueno, si crees que es lo mejor…” con una sonrisa y sin apretar los labios hasta parecer dibujo animado? Más veces de las que me enorgullece admitir, pero cada vez se me da mejor. Porque no se trata de reprimir el consejo, sino de entender que lo que me funcionó a mí no necesariamente les funcionará a ellos. Lo gracioso es que cuando me aparto un poco, a veces vienen a mí buscando consejo de verdad, ¡y ahí sí me siento como la sabia del grupo!
Aceptación no es resignación: el arte de fluir (y de seguir adelante)
No nos engañemos, aceptar las decisiones de los demás no significa que estés de acuerdo con ellas. Ni que te conviertas en una especie de mártir pasiva y silenciosa que lo aguanta todo sin opinar. No, aceptar es entender que los demás tienen el derecho a elegir caminos distintos y que, aunque no nos cuadren, no son motivo para hacer un drama.
Lo digo en serio: aceptar las decisiones ajenas es como practicar ese famoso “fluir” que tanto dicen los gurús del bienestar. Pero fluir no es solo hacerte a la idea, ¡es mucho más! Es como aprender a bailar en una pista llena de obstáculos. Es aceptar que el camino del otro puede no ser el tuyo, y que ambos caminos pueden coexistir en perfecta armonía. A mí me costó lo suyo entenderlo, pero te puedo asegurar que, cuando dejas de pelear con lo que no puedes cambiar, tu vida se convierte en un lugar mucho más amable.
¿Lo mejor de esta historia? La paz interior que te deja. Dejas de llevar a cuestas un saco de expectativas ajenas, y por arte de magia, de repente tienes tiempo y energía para centrarte en tus propios líos. Porque, ¡ay, amiga! Todos tenemos nuestros propios dramas en los que podemos invertir esa energía liberada. ¿No es maravilloso?
Conclusión: soltar, confiar y amar sin condiciones
Te lo digo de corazón: respetar las decisiones de los demás es una prueba de amor de las grandes. Es un acto de generosidad y, aunque suene raro, también de valentía. Decirle a alguien “confío en ti, aunque yo no lo haría de esa manera” es regalarle la libertad. Es darle el espacio para crecer, equivocarse, aprender y ser auténtico. Y, sorpresa, ese espacio es el que más agradecerá, te lo aseguro.
La vida es mucho más rica cuando dejamos de querer controlarlo todo. Soltar es aprender a disfrutar del paisaje sin obsesionarnos con el destino, porque, al final, cada uno tiene su propio camino, sus propias lecciones y su propio ritmo. Así que, si alguna vez te cuesta quedarte al margen, solo recuerda esto: a todos nos gusta que respeten nuestras decisiones, así que… ¡dale al mundo un poco de ese respeto que te encanta recibir!
Y con eso, te dejo, amiga. Hasta la próxima lección de vida (en la que, seguramente, intentaré convencerte de alguna otra locura para que nuestras vidas sean un poquito más ligeras y nuestras mentes un poquito más libres). ¡Nos leemos pronto!